jueves, 22 de octubre de 2015

Reencuentro de Manon y Des Grieux (versión de Massenet)


"Ah! Perfide Manon!"

“Volví a Saint-Sulpice cubierto de gloria y cargado de parabienes. Eran las seis de la tarde. Vinieron a avisarme, un momento después de mi regreso, de que una dama preguntaba por mí. Fui inmediatamente al locutorio.

¡Cielos! ¡Qué sorprendente aparición! Encontré allí a Manon.

Era ella, pero más amable y más resplandeciente de lo que la había visto nunca. Estaba en sus dieciocho años. Sus encantos superaban todo cuanto se puede describir. Era un aire tan fino, tan dulce, tan incitante – el aire del Amor mismo. Toda su figura me pareció un hechizo.

Me quedé paralizado al verla.

Y no pudiendo conjeturar cuál era el propósito de aquella visita, esperaba con los ojos bajos y temblando a que ella se explicase. Su turbación fue, durante algún tiempo, igual a la mía, pero al ver que continuaba mi silencio, se pasó la mano ante los ojos para ocultar unas lágrimas, diciéndome en tono tímido, que reconocía que su infidelidad merecía mi odio. Sin embargo, que si era verdad que en algún momento yo le hubiese tenido algún cariño, también había habido bastante dureza de mi parte en dejar pasar dos años sin cuidarme de saber su suerte. Y que también le daba mucha pena que yo la viera en aquel estado en que se hallaba en mi presencia sin decirle una sola palabra.

El desorden de mi alma al escucharla no podría expresarse.

Se sentó. Yo me quedé de pie, con el cuerpo medio vuelto, sin atreverme a mirarla directamente. Empecé varias veces una respuesta que no tuve fuerzas para acabar. Al fin, hice un esfuerzo para exclamar dolorosamente: “¡Pérfida Manon! ¡Ah! ¡Pérfida!”

“¡Yo pérfida!”, me repitió, llorando a lágrima viva, que en absoluto pretendía justificar su perfidia.

“¿Qué pretendes, pues?”, volví a exclamar yo.

“Morir”, contestó, “si no me devuelves tu corazón, sin el cual es imposible que yo viva.”

“¡Pídeme entonces la vida, infiel!”, proseguí, derramando yo también lágrimas que en vano me esforzaba en contener. “Pídeme la vida, que es lo único que me queda por sacrificarte, porque mi corazón nunca ha dejado de ser tuyo.”

Apenas hube acabado estas últimas palabras, se levantó con exaltación para venir a abrazarme. Me colmó con mil apasionadas caricias. Me llamó por todos los nombres que el amor inventa para expresar sus más vivas ternuras. Yo aún no respondía sino con decaimiento.

¡Qué transición, en efecto, de la situación tranquila en que me había hallado a los tumultuosos movimientos que sentía renacer!...”










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